Última actualización enero 21, 2020 por Javier Argudo
Me considero un afortunado. No por ser del Betis, que también, sino porque mi trabajo me permite salir de España de tiempo en tiempo, aprender de otras culturas, conocer nuevas ciudades, y en definitiva, crecer como persona. Sin embargo, hay algo que me hace sentir un pellizco en el pecho cada vez que estoy fuera de Sevilla. No hablo de echar de menos mi barrio (sé que nunca se va a mover de donde está), tampoco me refiero a la lejanía de mi familia, novia y amigos, porque no me cabe duda de que van a seguir en el mismo lugar cuando vuelva. Pero ir al Villamarín cada dos domingos… ¡ay el Villamarín! Esa sensación que te envuelve al anudarte la bufanda a la muñeca y enfilar la Avenida de La Palmera se convierte en un vacío cuando, en lugar de ser una voz más en el estadio, escuchas el himno a través de los altavoces de un ordenador.
En esas ando ahora mismo. Estoy concretamente en Florencia, donde me ha faltado tiempo para visitar el Estadio Artemio Franchi y comprar una entrada para el próximo partido del equipo viola. La ciudad es preciosa, la gente acogedora, y la comida inmejorable, pero ya he vivido mi primer partido de la temporada lejos de mi Meca, y la sensación de vacío durante las dos horas que rodó la pelota no pudo ser cubierta ni por la belleza de Santa María del Fiore ni por el encanto del Ponte Vecchio. Sin embargo, ese desamparo sentido durante el encuentro me hizo rememorar mis primeros recuerdos como bético: la primera vez que entré en el campo, el primer futbolista que me encandiló…
Mi primera equipación del Betis fue un regalo de mi tío, quien me repetía como un mantra, cuando yo apenas podía articular palabra, aquello de “Betis…bueno, Sevilla…caca”. Esas cuatro palabras pueden marcar indeleblemente el porvenir de un sevillano, eso sí, dependiendo del modo en el que tu mentor las pronuncie, pues nos encontramos ante el caso más evidente de alteración del producto por un cambio del orden de los factores. Pero el que verdaderamente me inculcó esta pasión, este pellizco completamente irracional, fue mi abuelo José. Mi abuelo no nació en Sevilla, vino al mundo en un pequeño pueblo de la sierra malagueña, Cuevas de San Marcos para más señas, pero pronto hubo de abandonar su casa para buscar el porvenir en la capital andaluza. Fue así como conoció el Betis, convirtiéndose en un claro ejemplo de bético cuya cuna no era verdiblanca.
Aún recuerdo como si fuera ayer las visitas, siempre de su mano, a la ciudad deportiva, donde no daba crédito al ver a jugadores, hoy tan lejanos, como Merino, Olías o Ureña. Cierro los ojos y lo veo hablando con la empleada de la tienda. No había manera de que trajeran un póster de Jarni, pero él lo intentaba cada vez que nos acercábamos. Y por supuesto, cómo no acordarme de los partidos en el campo. Yo no tenía el carné cuando era niño, pero en aquellos tiempos siempre abrían las puertas del estadio cuando quedaban 15 minutos, y ahí nunca faltábamos a nuestro ratito en Gol Norte. En una época en la que eran pocos los partidos del Betis que se podían ver por la televisión, los seguía por la radio, más pendiente del telefonillo que de los goles de mi equipo. Entonces, cuando el cronómetro marcaba el minuto 20 de la segunda parte, escuchaba aquel timbre que para mí era celestial. Mi abuelo llamaba y yo corría como alma que lleva el diablo, porque lo que me esperaba era el caminito hasta el Villamarín.
Pasaron las temporadas, y aquella pasión, como no podía ser de otro modo, fue a más. Me hice socio del Betis y empecé a ir por mi cuenta al estadio, pero a la vuelta de los partidos, la visita a la casa de mi abuelo era obligada. “¿El Betis, qué?” Me decía cada vez que entraba por la puerta. Yo me sentaba con él para contarle cómo había ido la tarde, y cuando ésta se había dado mal, siempre pronunciaba las mismas palabras: “Yo no sé qué le pasa al Betis. La tocan, la tocan, pero cuando llegan al área nunca tiran”. Siguió transcurriendo el tiempo, y como la edad es una hija de puta que no perdona, mi abuelo pasó sus últimos años postrado en una cama, pegado al transistor cada partido y haciendo la misma pregunta cuando entraba en su cuarto: ¿El Betis, qué?
La muerte, la “playa con cara de pena”, que dijo Juan Carlos Aragón, vino a llevarse a mi abuelo hace seis años. Por alguna razón que no termino de entender, fui incapaz de llorar aquel día, ni el siguiente, ni el otro…Y así hasta que transcurrió una semana, cuando pasé conduciendo cerca del Villamarín. Entonces sentí un pellizco, no en el pecho, sino en el alma. Me bajé del coche, me acerqué al campo y fue ahí cuando solté todas las lágrimas que no habían encontrado salida durante la semana anterior. Desde ese día no tengo ninguna duda, cada vez que me preguntan qué es el Betis, yo lo tengo muy claro: el Betis es mi abuelo José.