Última actualización noviembre 2, 2019 por Javier Argudo
El 4 de julio de 1954 el Wankdorfstadion atraía el foco futbolístico mundial, el mítico estadio de Berna acogía la final de la Copa del Mundo. Hungría, la indiscutible favorita para alzarse con el entorchado planetario, se enfrentaba a Alemania Occidental, la sorpresa del torneo. Unos papeles que hoy, casi setenta años más tarde, nadie discute que se desempeñarían al revés.
En los años cincuenta la selección húngara era la gran potencia futbolística. El denominado Equipo de Oro, con un juego moderno y preciosista y con futbolistas de la talla de Puskas, Czibor o Kocsis, había arrasado a todos sus rivales durante seis años y acumulaba un total de 33 partidos sin perder. Mientras, el combinado alemán era un equipo gris, reflejo de un país falto de una identidad nacional e internacional y que reaparecía en competición internacional tras cumplir una politizada sanción de la FIFA.
Ambas selecciones se medían en la finalísima tras un camino desigual. Hungría concurrió al campeonato mundial sin lucha, al no comparecer Polonia, temerosa de ser ridiculizada. Por su parte, una amnistiada Alemania Occidental consiguió colarse en la fase final del torneo. Se enfrentaron en una primera fase donde Hungría literalmente barrió a sus adversarios, 8-3 a los propios teutones y 9-0 a Corea. Alemania conseguiría pasar como segunda de grupo tras un partido de desempate con Turquía. El camino de Hungría hacia la final fue espinoso, se deshizo de Brasil en un tremendo partido conocido como la Batalla de Berna y en semifinales consiguió vencer a una aún invicta Uruguay en competición oficial. Por su parte Alemania sorpresivamente consiguió derrotar a Yugoslavia y a Austria, y se plantó en la finalísima bajo una gruesa capa de cordero.
EL FÚTBOL, LO MÁS IMPORTANTE
Siempre se ha dicho que el fútbol es lo más importante de las cosas menos importantes, sin embargo aquella tarde de julio, sobre el verde rectángulo se jugaba algo más que un trofeo deportivo. Los gobiernos de ambos países necesitaban una gran victoria como marco propagandístico de sus transgresoras políticas que ayudara a llevar a buen puerto los severos procesos de transformación internos iniciados tras la guerra.
Alemania era un país hundido moralmente, ahogado en la desolación y la miseria. Las fuerzas “liberadoras” lejos de ayudar a la población, la había sometido y ridiculizado. Alemania quedó dividida en dos, estando la parte occidental orientada hacia un mercado social y con un gobierno parlamentario democrático, pero sin identidad.
“Disfruta la guerra, la paz será terrible”
Un chiste alemán que se hizo famoso en la posguerra y que refleja la desesperación del pueblo germano de aquellos años.
Por su parte, Hungría vivía un plano político-social caótico fruto de una trasformación que le llevó de ser miembro del Eje a República Popular Comunista. La débil posición del presidente Nagy, que a través de una política centrista intentaba desmarcarse de las vertientes más ortodoxas comunistas, necesitaba una gran victoria del equipo magiar para fortalecer su posición ante la acechante mano soviética.
EL MILAGRO DE BERNA
Lo que hace especial a este bendito deporte vino a emerger con más fuerza que nunca en ese día tan señalado. La madre de todas las sorpresas, el padre de todos los milagros.
Una Hungría que se sabía superior se puso muy pronto por delante en el marcador con goles de Puskas y Czibor. Bajo una fuerte lluvia, el campo se fue embarrando, unas condiciones que favorecían el juego físico alemán que, a falta de cinco minutos, conseguía dar la vuelta al partido gracias a un gran Rahn. Se sucederán entonces las acometidas magiares y la mala suerte, un gol anulado, el poste y el gigante Toni Turek bajo palos hicieron que los germanos entraran a empujones en el vagón de la historia futbolística. Alemania había conseguido vencer contra todo pronóstico. Era un milagro. El milagro de Berna.
«¡La paró, la paró. Toni, Toni, tú eres un dios del fútbol!»
El grito del locutor Herbert Zimmermann de la televisión pública alemana, se convirtió en el grito de todo un pueblo y era vendido en discos de microsurco en cualquier rincón del país.
No tardó en conocerse que la marca alemana Adidas había surtido a su combinado nacional de unas novedosas botas con tacos recambiables. Un avance técnico que aprovecharon los germanos en el descanso del partido para calzar unos tacos más largos que le permitieron un mejor agarre al terreno embarrado y que, unido a la ingesta intravenosa de vitamina C, hicieron que fueran netamente superiores en la segunda mitad.
Sea como fuere, todo pareció cambiar a partir de aquel día. La victoria alemana provocó el júbilo entre la población, se disparó el espíritu nacionalista en un país que levantaba la cabeza por primera vez tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial. Un acontecimiento que el propio historiador alemán Ullrich Prehn señala como determinante para el desencadenamiento del denominado Milagro Económico Alemán que permitió el surgimiento de la República Federal de Alemania, y que el país teutón iniciara un proceso de recuperación sin precedentes hasta alcanzar el estatus de potencia mundial.
Mientras, Hungría, hundida por el fracaso deportivo, quedó sumida en una inestabilidad política total. Nagy fue derrocado y se instauró un fuerte régimen opresor que hizo que el Equipo de Oro se deshiciera. Aquellos fabulosos futbolistas fueron escapando, renunciando a su nacionalidad y haciendo renacer al fútbol español, italiano o francés a la par que el húngaro se hundía. Un fútbol húngaro que, más de seis décadas después, desde la distancia, vislumbra el deslumbrante palmarés internacional de una Alemania unificada, presidido por aquella copa que se le escapó de las manos.
Aquel milagro que cambió el destino del fútbol y el devenir político de Europa, hoy, casi setenta años después, es puesto en duda. La lucha antidopaje colocó la lupa sobre aquellas supuestas vitaminas. Pero es demasiado tarde, la historia está ya escrita.
Hay en la posguerra alemana dos acontecimientos en los que los alemanes recuerdan con precisión dónde estaban cuando ocurrieron: la caída del muro de Berlín y el sorprendente triunfo del campeonato mundial del ‘54″
Sonke Wortmann. Director de la película El milagro de Berna.