miércoles, diciembre 18, 2024

«El halo de luz», cuento futbolero de José Antonio Lizana Arce

Última actualización marzo 13, 2020 por Javier Argudo

Los últimos treinta pesos de la mesada me los gasté, a pesar de que mi papá me aconsejó que los hiciera durar. Por lo mismo, mi emoción cuando en el sobre me salió la figurita clave del álbum oficial de Italia ’90.

Recuerdo que todas las tardes nos juntábamos con los amigos del barrio a intercambiar láminas y dicha impresión no pasó desapercibida. «La tengo, la tengo, la tengo, ohhhhh, esa no la tengo», me decían los niños asombrados.

En mi billetera portaba las láminas repetidas y el álbum lo guardaba debajo de la almohada cuando me iba a dormir. En el sueño profundo, las figuritas cobraban vida propia y se enfrentaban en un partido inédito en un campo de dimensiones infinitas.

El primer equipo de láminas vestía a listas y estaba conformado por Tony Meola, Paolo Maldini, Nestor Fabbri, Mauro Galvao y Ronald Koeman; Sergei Aleinikov, Andreas Möller, Tab Ramos y Bernardo Redín; Anton Polster y Marius Lacatus. Y el otro elenco de cromos, uniformado a franjas, se presentaba con Thomas N’Kono; Andrés Escobar, Óscar Ruggeri, George Popescu y Peter Larsson; Erwin Koeman, Jan Ceulemans, Rafael Martín Vásquez y Paul Gascoigne; Francois Oman Biyik y Ruben Sosa.

Este partido no tenía horario de inicio, porque no estaba condicionado a las obligatoriedades de las transmisiones televisivas. Tampoco había letreros de publicidad al borde de la cancha y la pelota no respondía a los diseños típicos de las marcas deportivas, sino más bien era un titilante halo de luz.

Sin tantas reglas, la luminosidad intempestivamente comenzó a posarse en los pies de Maldini, para saltar a la cabeza de Polster, quien quiso pivotearla con la técnica que le había enseñado Iván Zamorano en el Sevilla, pero su movimiento fue tan rápido que se desplazó hasta el otro sector del campo de dimensiones infinitas.

El portero N’Kono le lanzó una patada voladora al fulminante destello, que hizo que cayera en los pies de Ramos, quien lo dominó por menos de una de centésima de segundo. Redín, creyendo que se jugaba con un balón tradicional, no aceptó la imprecisión y le movió los brazos al estadounidense en señal de protesta. La posesión del halo de luz no se podía cuantificar, porque su permanecía era efímera en los pies de los futbolistas.

La disputa por el balón entre Koeman y Ceulemans se parecía más a una pintura de Miguel Ángel o a un épico final de cuento de Roberto Fontanarrosa. Asimismo, la férrea marca de Aleinikov a Sosa era más bien un estilizado paso de ballet al más puro estilo de Cascanueces. Sí, eso era verdaderamente el fútbol y no lo que se había visto hasta ahora, señoras y señores.

Maldini se posicionó con liderazgo en el piso celestial, así como lo hizo durante tres décadas en el Milan de Italia. Junto a Fabbri conformaron un murallón de nube que bloqueó todos los intentos ofensivos de Oman Biyik. Ambos defensores exhibían mucho oficio y siempre adivinaban la caída del halo.

En uno de esos duelos, el delantero camerunés tuvo una mala caída y quedó inconsciente por algunos minutos. Inevitable fue el terrible recuerdo de su compatriota Marc Vivien Foe pero, afortunadamente, el ariete se repuso muy rápido.

El español Martín Vásquez era un termostato del juego e intuía de forma natural el movimiento del halo, mostrándoles a sus compañeros la dirección en que éste se dirigía. Uno de esos ataques fue neutralizado por Möller, quien comenzó con una espléndida jugada en área propia, tomando carrera y superando la marca de Erwin Koeman, hasta posicionarse en cielo contrario y lanzar el rayo luminoso a Lacatus, que finiquitó con un tiro rasante idéntico al que le conectó a los soviéticos en el Mundial de Italia.

Los sudamericanos de la retaguardia, Escobar y Ruggeri, fueron a encarar al portero N’Kono, quien en un espontáneo francés les dijo: «Je n’ai pas vu la lumière». Al ver que sus compañeros no le entendieron, tradujo en un perfecto español: «No vi la luz». Ambos zagueros se miraron ante la extraña explicación, aunque ellos tampoco la vieron.

El halo volvió al centro del cielo y el juego lo reanudó Sosa, quien entregó de primera a Gascoigne. Sin embargo, el pase fue corto y lo interceptó Ramos, que trató de gambetear a Popescu, pero éste lo agarró de la camiseta y lo derribó. No obstante, la falta quedó sin cobro porque no había árbitro ni reglas. Y menos se podía reclamar a la FIFA o consultarle al VAR, porque simplemente no existían.
Los jugadores se detuvieron y se arreglaron a la buena. El «Cabezón» Ruggeri pensó en sus míticos duelos con Aldo Serena y José Luis Chilavert.

Los delanteros Polster, Lacatus, Sosa y Oman Biyik, hastiados de recibir todo el juego brusco, les reclamaron a los defensores que, de esa forma, su vida futbolística iba a ser mucho más corta de lo deseado. Por resta razón, los arietes de ambos cuadros, decidieron retirarse del encuentro. Como no había capitanes, los más avezados Ruggeri y Aleinikov intentaron evitar la salida, pero no lo consiguieron.
El duelo proseguiría con nueve hombres por lado y con ambas escuadras totalmente adelantadas para cubrir el infinito campo de juego.

En uno de sus vertiginosos desplazamientos, el halo fue capturado por Martín Vásquez, quien se lo entregó a Ceulemans y éste posteriormente se lo cedió a Escobar. El colombiano se lo iba a ceder al arquero N’Kono, pero un trueno cayó muy cerca del guardameta, quien se desmayó debido al gran estruendo que provocó el fenómeno eléctrico. Mauro Galvao se acercó lo que más pudo al portero accidentado, pero Erwin Koeman y Gascoigne no lo dejaron pasar. El defensa vociferaba desde la distancia: «Esta é uma farsa. O arqueiro esta fingindo, eu sei». Los futbolistas europeos lo miraban, pero no le entendían. El juego, después de un rato, continuó con normalidad.

El cielo se cubrió completamente y no había forma de seguir las acciones del encuentro. A través de los destellos lumínicos del halo se podía ver un poco el ida y vuelta del partido divino. Ruggeri, en ese invisible panorama, le advertía a Escobar que se cuidara de los autogoles. Mientras, Popescu y Larsson se aprovechaban de la situación y le metían codazos en el cuerpo y en la cara a Redín. A su vez, Erwin Koeman cuidaba, cual cancerbero, a su hermano Ronald para que no lanzara de distancia como en esa recordada final de la Copa Europea de Campeones de 1992.

Gascoigne, que estaba demasiado huérfano en delantera, imploraba un rayo de luz mediante un cambio de frente de Celeumans o Martín Vásquez. En la profundidad de la noche, el inglés sacó una botella de whisky de adentro del pantalón y se la tomó de una vez. ¿Quién iba a decirle algo si ese fue el mismo camino por el que transitaron los celestiales Garrincha, George Best y Sócrates?

El viento y la espesa masa nubosa se transformarían en los mejores aliados ofensivos del equipo franjeado. El aro luminoso se instaló en el área de Meola por más de tres horas, tiempo en que la esfera no registró movimiento alguno. El portero observaba impresionado el arcoíris que se formaba en la parte interna y externa del anillo del halo. Sin respuesta ante tal inercia, sus compañeros lo instaban para que saliera a achicarle el ángulo al astro. Sin embargo, cuando se empezó a acercar a la brillantez, ésta se metió por debajo de sus piernas, pero inauditamente se detuvo sobre la demarcación de la meta y luego se devolvió al centro del campo. A esas alturas ya se habían integrado las láminas del póster promocional: Ruud Gullit y Enzo Francescoli para reforzar la ofensiva del equipo de listas y Careca y Emilio Butragueño para potenciar a los franjeados.

Butragueño encontró en Martín Vásquez a un socio perfecto y en pasajes del encuentro rememoraron algunas jugadas de la maravillosa época de la «Quinta del Buitre«, que en la década de los ochentas conformaron en el Real Madrid junto a Míchel, Manolo Sanchís y Miguel Pardeza.

Ambos dominaban el rayo de luz de manera fantástica. Sus jugadas empezaban desde el fondo con el «tuya, mía, para ti, para mí» de cabezazos o toques con borde interno. De hecho, a través de uno de esos impactantes virtuosismos futbolísticos llegó el empate para los de la franja.

El recién ingresado mediocampista Francescoli asumió una espontánea capitanía y a sus defensores les pidió mayor cohesión. El uruguayo les contaba a los suyos acerca de los innumerables títulos conseguidos con Uruguay y River Plate de Argentina. Incluso, el «Príncipe» recordó un episodio de la final de la Copa América 1987 ante Chile. «Toqué la pelota por un lado y Astengo me hizo una rotura de cuádriceps que todavía tengo. Me puse mal, Astengo se me paró adelante, no contuve el impulso y le metí un cabezazo. Me echaron a los veinte minutos. Y ni siquiera le rompí la nariz. Bueno, las finales son así», relató.

Posteriormente, el mediocampista echó a correr el halo, se lo pasó a Koeman y con su elegancia acostumbrada picó al vacío para buscar el lanzamiento en profundidad del holandés, el cual habían ensayado en las prácticas. Tal como en el partido amistoso entre River Plate y Polonia en 1986, Francescoli realizó una contorsión en el aire y conectó la luz de chilena. Su grito de gol se escuchó con un eco cósmico, así como el de Carlos Caszely ante Botafogo en el Maracaná en 1973.

El elenco franjeado sintió el segundo tanto casi como un golpe de knock-out. El juego bonito de Butragueño y Vásquez se fue diluyendo, para dar paso a la imprecisión, al nerviosismo y la descoordinación. El arquero N’Kono nunca más volvió y el forado en la retaguardia ya no había cómo disimularlo. El «Cabezón» Ruggeri estaba extenuado de ir a tantas coberturas y de gritarles y ordenar a los duros Escobar, Larsson y Popescu. El mediocampo era definitivamente de otro planeta, porque Erwin Koeman, Celeumans, Gascoigne y Vásquez estaban totalmente desconectados entre sí.

En un contraataque de los franjeados, el halo se pegó al pie de Careca, quien se sacó la marca de los defensores y arrancó por la banda derecha. En esa carrera derribó a todos sus rivales y desde el suelo marcó un golazo. No había hinchas para celebrarlo y tampoco cámaras para inmortalizar la mejor jugada de todos los tiempos.

Todos los jugadores fueron a abrazar a Careca, para posteriormente sacarlo en andas, y dar la vuelta olímpica por el piso de los bienaventurados. Dada la belleza del tanto, las estrellas del balompié internacional decidieron terminar el encuentro en empate, sin vencedores ni vencidos.

El campo infinito se empezaría a despoblar de manera paulatina. De repente, el despertador sonó y me aseguré de que estuviera el álbum debajo de la almohada y de que no me faltara ninguna lámina, especialmente las que habían disputado el alucinante partido. Afuera de mi ventana, estaba el halo de luz.

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