Última actualización febrero 16, 2020 por Javier Argudo
A diferencia de miles de niños, el futuro del Peter Rufai ya estaba escrito cuando nació en verano de 1963 en Lagos (Nigeria). Aquel bebé sería el heredero del rey Rufai, el monarca del pueblo Idimu. Un título honorífico, pero que conllevaba una gran responsabilidad tribal.
Peter Rufai creció al amparo de su poderosa familia, dando cada vez más muestras de su nulo interés por la política, siempre tenía otros planes en los que había un balón de por medio. Su acentuada pasión por el fútbol le conllevó más de un castigo por sisar dinero en el palacio para comprar un balón tras otro. Con la excusa de que la importancia de la formación académica para alguien de su condición fue enviado a Bélgica para cursar estudios superiores de finanzas e informática y con la secreta intención de que olvidara por fin su carrera como futbolista.
“Para ser rey se necesita la fortaleza de un león, algo que yo no poseo”
Pero la llamada del fútbol era demasiado poderosa, el joven aprovecharía su separación del control paterno para empezar a labrarse una carrera deportiva humilde, desde abajo, pero que otorgaba un sustento mínimo para que un príncipe renegado por su familia pudiera subsistir.
Cuando parecía que la carrera de Peter Rufai moriría en las divisiones inferiores de Los Países Bajos, llegaría su inexplicable ascensión meteórica. Tras una campaña en Portugal, le llegó su gran oportunidad. Sorpresivamente es citado por Bora Milutinovic como tercer portero de la selección nigeriana que disputará el mundial de Estados Unidos de 1994. Los avatares del destino hicieron que finalmente emergiera como titular tras las inoportunas lesiones de sus dos predecesores. De esta forma protagonizó, sobre los terrenos de juegos yankees, uno de los papeles más destacados de las selecciones africanas en la historia de los mundiales, solo dos prodigiosos goles de Roberto Baggio sobre la bocina consiguieron eliminar a las águilas verdes del campeonato.
Avalado por su presencia mundialista llegó a la recién bautizada Liga de las Estrellas. Peter Rufai cumplía un sueño personal que compartía con toda la ciudad de Alicante. Fichó por el Hércules, un club recién ascendido a primera división diez años después.
“A mi familia no le gusta el fútbol, quieren que vuelva, pero yo no quiero vivir en un palacio, rodeado de guardaespaldas y con una fortuna que no he ganado con mi trabajo… quiero decir tacos cuando me apetezca”
Su estatus divino no pasó desapercibido en la ciudad mediterránea. Sus compañeros en el Hércules le rendían un jocoso culto tendiendo toallas sobre el suelo a modo de alfombra real y pintando coronas con su nombre en la pizarra del vestuario. Pero el sueño alicantino duró poco, tras una temporada llena de altibajos acababa descendiendo a Segunda División. Sorpresivamente, Rufai, cuya participación deportiva había pasado prácticamente desapercibida, acaba fichando por el todopoderoso Deportivo de la Coruña, que vivía una época cegado por el brillo de antaño y parecía empeñado en sustituir la Torre de Hércules por la de Babel al borde de Finisterre.
En Galicia tampoco tuvo demasiadas oportunidades. Su momento de gloria podría resumirse a las pocas décimas de segundo que acogieron el lanzamiento de penalti de Savio, flamante fichaje de todo un Real Madrid, y la afortunada estirada del portero. Su trascendencia siempre llegaba más por el color de su sangre que por sus actuaciones bajo palos. Seguramente su actuación más comentada por la prensa fue cuando, al morir su padre, tuvo que pedir permiso a Lendoiro para marcharse a Lagos y participar en la elección de la línea de sucesión del trono real.
Su carrera deportiva finalizaría sin pena ni gloria, renunciado a volver a su país y acomodándose en el nuestro, donde se sentía libre escuchando a Camarón en su tienda de ropa situada frente a Riazor. Rememorando una trayectoria internacional envidiable ensombrecida solo por la sospecha de la intermediación real.